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Capital e ideología. Entrevista a Thomas Piketty – Wilson, R. (Social Europe, 23-12-2020)

18 febrer 2021

Capital e ideología. Entrevista a Thomas Piketty – Wilson, R. (Social Europe, 23-12-2020)
La entrevista aborda los riesgos que conlleva la falta de unidad política en Europa, asumir que el capitalismo es el único sistema económico posible, la desconfianza hacia la democracia y el repliegue nacionalista en momentos de crisis.

La aportación de Piketty en esta entrevista es interesante porque pone de relieve aspectos sociológicos de la población europea que se basan en la respuesta de la Unión Europea ante las crisis económicas que hemos vivido en los últimos años. La idea de que sólo el capitalismo es la opción económica posible ha hecho llegar a la población, según el autor, la idea frustrante del determinismo fatal, según la cual ninguna acción correctora hacia los abusos del capitalismo es posible.

Por el contrario, Piketty propone revisar urgentemente cuatro pilares básicos del debate económico en Europa, que permitan ajustarse a la realidad actual derivada de los efectos de la pandemia, que no puede preverse cuánto durarán pero que, de cualquier modo, requieren de una imaginación y coraje en las políticas europeas.

En primer lugar, es necesario revertir la idea de que el capitalismo es inamovible y que los Estados no pueden proteger a la población ante sus consecuencias. Las posiciones socialdemócratas consiguieron durante todo el siglo XX grandes logros, como la fiscalidad progresiva de la renta, los sistemas de seguridad social y los fundamentos de unos Estados de Bienestar universales y equitativos, así como unas grandes mejoras en las condiciones del trabajo. Pero en los últimos veinte años hemos dejado de discutir sobre la transformación del sistema económico, la distribución del ingreso y la reducción de la desigualdad entre clases sociales. La discusión que ahora, sin falta, necesitamos tener es cómo impulsar una nueva forma de sistema económico, más sostenible y equitativo, con los valores emergentes del ecologismo y el feminismo.

Europa tiene que poder ofrecer a su ciudadanía una estrategia clara de igualdad y solidaridad. Porque lo que ha ocurrido desde que la UE y sus países se han inhibido ante los ataques capitalistas es que las clases populares se han ido mostrando, referéndum tras referéndum, cada vez más alejadas de la idea de Europa (un 50-60% han votado en contra) mientras que los ciudadanos con mayor capacidad adquisitiva i nivel educativo se han mostrado a favor de Europa.  Eso significa claramente que el proyecto europeo es visto cada vez más como una iniciativa para las clases más privilegiadas, los actores económicos más móviles y poderosos. Esta tendencia ya está representando un gran peligro para el ascenso de movimientos populistas y anti europeístas, que están calando en los diferentes países de la UE.

Esto nos lleva al segundo punto que destaca el autor: la necesidad de que se reforme el sistema tributario para que las grandes fortunas (personas con más de 1 o 2 millones de euros) puedan contribuir con impuestos superiores a los que están pagando ahora. No sólo por una cuestión de justicia social, sino por una evidente necesidad de ofrecer a la ciudadanía europea el mensaje claro de que la Unión sirve para la solidaridad y la lucha contra la desigualdad. De lo contrario, el divorcio entre proyecto europeo y clases populares seguirá facilitando la extensión de las alternativas más populistas de la derecha e izquierda.

Un sistema tributario común puede mantener en cierto modo la lógica de la globalización pero impedir, en Europa, sus efectos más negativos. La movilidad del dinero – sin excesivo control – y la inversión en fuerza productiva en otros países debe quedar compensada con una protección del empleo en Europa y un retorno de los beneficios de las grandes empresas por esas prácticas globales. Permitir que se fuercen las reglas democráticas y forzar las reglas de juego, facilita unos resultados distributivos que claramente perjudican a la clase trabajadora de los países europeos. Esa tendencia debe ser revertida y aplicada a políticas nacionales al menos, en aquellos países más próximos a la idea, como sería Alemania, Francia, España y Portugal.

Aquí entramos en el tercer aspecto que se identifica como relevante: la unidad de los países para conducir esta reforma. Piketty se declara federalista europeo y tiene la convicción de que todos los países acabaran siguiendo las iniciativas de los más poderosos, pero apunta a la necesidad de que existan países que sirvan de punta de lanza y que puedan tomar iniciativas de forma específica entre ellos, firmando tratados o convenios, sin necesidad de esperar a la unanimidad de la totalidad.

Una nueva gobernanza tal vez sea necesaria para apuntar estos cambios, porque de otra forma, no serían posibles, ante la renuencia de algunos países a modificar sus posiciones o el miedo de otros a ser arrastrados por una tendencia poco estudiada y con posibles consecuencias internacionales.  De este modo, las decisiones fiscales sobre las emisiones de carbono o los impuestos a las grandes fortunas deberán ser impulsados por los países más grandes o con unas fuerzas políticas más estables, con tratados bilaterales o trilaterales.

Lo ideal sería ir avanzando hacia una Asamblea europea compuesta por miembros de los parlamentos nacionales para tratar los asuntos comunes e innovadores. La estructura de la UE es limitada para desarrollar una auténtica dinámica federal y, en este sentido, la generación de consensos a diferentes niveles de gobierno puede ser más útil que las grandes decisiones que luego no encuentran su traslación a los gobiernos nacionales.

¿Y para ir hacia dónde, en concreto?  El cuarto punto que señalamos aquí es su propuesta de “socialismo participativo” que se basa en la idea general de que ahora es más necesario que nunca compartir el poder económico, con la participación de más personas en los órganos de decisión.

No sólo hay que profundizar en la participación de los diferentes agentes implicados en la educación, los servicios de salud o de protección social e ingresos mínimos; también hay que extender este concepto al mundo de la empresa y al concepto de “propiedad”. Piketty propone profundizar en el concepto de co-determinación, tanto en la dimensión de la propiedad como de la gestión de la empresa, tomando como ejemplo algunas iniciativas que ya han funcionado en Alemania o Suecia, para lo que serían necesarias reformas legales y en la forma de gobierno de las empresas, como la tributación progresiva y la circulación permanente de la propiedad.

Facilitar que los trabajadores se impliquen en la estrategia de las empresas, participen en los sistemas de gestión y procedimientos, inviertan económicamente y se responsabilicen de los resultados, en diversa intensidad y forma, sería un avance para la democratización de las empresas, la equiparación de los ingresos de directivos y trabajadores y también una mayor solidez en el tejido productivo que la globalización y sus criterios de ahorro en la fuerza productiva han deteriorado considerablemente.

I.S.N.

Thomas Piketty (Clichy, Francia, 1971) Economista francés especializado en desigualdades económicas o de ingresos y sus efectos sociales y políticos. Director de estudios de la Escuela de Estudios Superiores en Ciencias Sociales y profesor de la Escuela de Economía de París. Autor de El Capital en el Siglo XXI, La economia de las desigualdades y Capital e Ideología.

TRADUCCIÓN DE LA ENTREVISTA A THOMAS PIKETTY 

Capital e ideología: entrevista a Thomas Piketty

Thomas Piketty, 23 de diciembre de 2020 @PikettyLeMonde

Thomas Piketty le explica a Robin Wilson cómo la riqueza y el poder se pueden transferir del capital a los trabajadores y ciudadanos.

Robin Wilson: Si El capital en el siglo XXI lo hizo famoso por una cosa, fue la ecuación ‘r>g’: el aumento de la desigualdad en las últimas décadas se ha relacionado con el exceso de acumulación de ganancias a partir del crecimiento económico y, por lo tanto, con enormes rentas para accionistas y directores ejecutivos. Corregir esa desigualdad implicaría entonces gravar fuertemente los activos de capital, así como los altos ingresos. Pero en Capital and Ideology planteas un problema: una característica de la globalización ha sido la transnacionalización de la riqueza y el fracaso de los estados-nación para mantenerse al día, incluso en términos de los datos que recopilan. Así que, ¿qué debería hacerse?

Thomas Piketty: Tenemos que repensar la forma en que organizamos la globalización. El flujo de capital libre no es algo que venga del cielo, fue creado por nosotros. Se organizó a través de tratados internacionales particulares y tenemos que reescribir estos tratados. La circulación de la inversión, por supuesto, no es mala en sí misma, pero tiene que venir acompañada de una transmisión automática de información sobre quién posee qué y dónde. Tiene que venir con algún sistema tributario común, de modo que los actores económicos más móviles y poderosos deben contribuir al bien común, al menos en una proporción de su riqueza y de sus ingresos, de otros grupos económicos, como la clase media y los miembros de la clase social más baja.

De lo contrario, hemos creado un sistema muy peligroso, donde una gran parte de la población siente que no se está beneficiando de la globalización, no se está beneficiando en particular de la integración europea, y que la gente de arriba, las grandes corporaciones o las personas con altos niveles de riqueza y altos ingresos, obtienen un mejor trato porque el sistema de alguna manera se organizó para que puedan simplemente hacer clic en un botón y transferir su riqueza a otra jurisdicción y nadie puede seguirlos. No tiene por qué ser así.

Este es un sistema legal internacional muy sofisticado, en particular en Europa, que ha hecho posible que se acumule riqueza, de hecho, utilizando la infraestructura pública de un país (el sistema de educación pública incluso) y luego pueda ir a otro lugar y no se ha planeado nada para que podamos seguir esos movimientos. Esto tiene que cambiarse.

Voté sí en el referéndum del Tratado de Maastricht en 1992. Era muy joven, pero sigo siendo parte del conjunto de muchas personas que tal vez no se dieron cuenta en ese momento de que esto nos llevaría a un sistema muy injusto. Algunas otras personas se dieron cuenta muy bien de lo que estaban favoreciendo: que debíamos tener más competencia entre los países para que los países se esforzasen por ser más “eficientes” y no gravar demasiado.

Hasta cierto punto, puedo entender este argumento. Excepto que, al final del día, esto representa una desconfianza hacia la democracia; al permitir este intento de eludir las opciones democráticas forzando las reglas del juego, al permitir ciertos tipos de resultados distributivos, es decir, al hacer posible que los actores económicos más móviles y más poderosos puedan evitar los impuestos en vigor en su país. Esta es una elección muy peligrosa para la globalización y la democracia y está poniendo nuestro contrato social básico bajo una amenaza muy peligrosa.

Centrémonos en la Unión Europea. Nos enfrentamos a una carrera a la baja en los impuestos corporativos en Europa, ya que los Estados individuales han seguido enfoques para empobrecer al vecino, en lugar de colaborar para igualar colectivamente el poder del capital. Una de las características de la actual arquitectura de la UE, a la que usted ha aludido, es la falta de unanimidad que opera hasta ahora contra la acción de la UE para intentar transformar esta tendencia. Entonces, ¿cómo se podría revertir?

No podemos esperar a que la unanimidad cambie la regla de la unanimidad. En algún momento, necesitaremos tener un subconjunto de países, preferentemente los países más grandes (Alemania, Francia, Italia, España, tantos países como sea posible) que decidan firmar un nuevo tratado entre ellos por el cual utilizaran la regla de la mayoría sobre un cierto número de decisiones fiscales: crear un impuesto común sobre las ganancias de las grandes corporaciones, sobre las grandes emisiones de carbono y sobre los contribuyentes con altos ingresos y gran riqueza.

Esto se hará efectivo a través de los gobiernos de la mayoría de estos países. Idealmente, me gustaría que esto se hiciera a través de una nueva asamblea europea compuesta por miembros del parlamento nacional, un poco como la asamblea parlamentaria germano-francesa creada el año pasado como parte del nuevo tratado bilateral entre Francia y Alemania. Lo cual, por cierto, ilustra que es perfectamente posible que dos países o más permanezcan en la Unión Europea —Francia y Alemania todavía están en la UE— y tener un tratado bilateral o trilateral o lo que sea, para crear alguna cooperación especial entre los países que quieren avanzar hacia una mayor integración política y fiscal.

Espero sinceramente que un subconjunto de países ponga esta propuesta sobre la mesa, y no solo haga esta propuesta, sino que diga “Bien, dentro de seis meses, dentro de 12 meses, esto entrará en vigor y lo aplicaremos como una mayoría para desarrollar el plan de recuperación con este nuevo sistema impositivo común” y así sucesivamente. Tengo muchas esperanzas de que la mayoría de los 27 países que actualmente son miembros de la UE se unan, pero probablemente lo que sucederá es que al menos durante un cierto número de años algunos países optarán por permanecer al margen de este mecanismo.

Eso es lo que pasó con la creación del euro, por ejemplo. No estoy diciendo que sea perfecto; preferiría que los 27 países formasen parte del proceso completo de integración. También me gustaría que Gran Bretaña regresara y creo que en algún momento esto sucederá. Pero si esperamos a que todos los países estén de acuerdo antes de avanzar en esta dirección, vamos a esperar una eternidad. Por lo tanto, es muy importante que un subconjunto de países se mueva en esta dirección; si siempre esperamos la unanimidad para avanzar, hay que valorar que, en este momento, el costo de la unanimidad es enorme.

Lo hemos visto recientemente con el nuevo plan de recuperación, que finalmente se aprobó. Pero, como todos sabemos, se adoptó bajo la amenaza de que si algunos países hubiesen puesto su veto, hubiera habido un acuerdo separado entre 25 países en lugar de 27. No se puede gobernar una federación grande de esta manera. No funciona porque, en efecto, lleva demasiado tiempo.

Si observamos dentro de tres meses, seis meses, que el plan de recuperación era demasiado pequeño, que es muy probable que sea el caso, ¿qué vamos a hacer? ¿Vamos a jugar a este juego en otro momento, obligando a que la unanimidad se dé a puerta cerrada sin una deliberación parlamentaria pública, sin una toma de decisiones por mayoría? Tenemos que pasar a otra cosa.

En Capital and Ideology, presentas un cuadro bastante implacable de la evolución de la UE, siendo la única entidad cuasi federal del mundo que se define a sí misma de manera tan estrecha en términos de medidas de compensación del mercado en lugar de política social o como comunidad política. Esto, afirman, ha alimentado la alienación del proyecto europeo entre las clases populares, ya que sus aspiraciones sociopolíticas no se han abordado, como lo demuestra el referéndum del Brexit, las derrotas anteriores del referéndum sobre la constitución propuesta de la UE o, de hecho, la controversia sobre Maastricht que mencionaste. ¿Cómo se puede reconstruir la confianza de los ciudadanos en Europa?

Permítame decir primero que soy un federalista europeo, creo en Europa. Antes de describir todo lo que debería mejorarse, es importante recordar que los Estados-nación europeos han sido capaces de construir, especialmente en las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial, el mejor sistema de seguridad social del mundo, el sistema de mercado económico social menos desigual en el mundo. Esto es un gran logro. No estoy aquí para decir que todo está mal en Europa, eso sería ridículo. Hemos construido un sistema social que, en general, es el menos desigual de la historia, y este es un gran logro, pero este logro es frágil.

Durante mucho tiempo pensamos que era posible tener el Estado de Bienestar dentro de cada Estado-Nación y luego la UE simplemente se encargaría de hacer cumplir el mercado común y el libre flujo de bienes, servicios y capitales. Hoy nos damos cuenta de que esto no es suficiente y si no armonizamos la legislación tributaria y, de manera más general, si no tenemos una política pública común para regular el capitalismo y reducir la desigualdad, entonces existe el riesgo de que el divorcio entre el proyecto europeo y las clases populares en algún momento simplemente destruirá el proyecto en sí.

Estoy muy sorprendido por el hecho de que, como muestro en Capital and Ideology, si miras, referéndum tras referéndum, ya sea en Gran Bretaña, Francia o Dinamarca, donde quiera que haya un referéndum sobre Europa, los que votan contra Europa siempre están entre el 50 o 60 por ciento más pobre en grupos de ingresos, o nivel educativo, mientras que solo el 10, 20 o 30 por ciento de los que están mejor situados socioeconómicamente votan a favor de Europa. Esto no puede ser una coincidencia.

La explicación según la cual el 50% o el 60% de los grupos de más bajo nivel socioeconómico son tan nacionalistas, o no les gustan las ideas internacionalistas, es simplemente errónea. Hay muchos ejemplos en la historia en los que, de hecho, los grupos socioeconómicos más desfavorecidos son más internacionalistas que la élite.

Por el contrario, depende enteramente del proyecto politico —la movilización politica en torno a las ideas internacionalistas— que se presente. El problema es que, con el tiempo, el proyecto europeo se ha visto cada vez más  como pensado en el interés de los actores económicos más móviles y poderosos. De hecho, esto es muy peligroso.

Con la crisis del Covid, tenemos la oportunidad de intentar mostrar a la opinión pública europea que Europa puede estar aqui para reducir la desigualdad. Pero esto requerirá un cambio profundo en la forma en que llevamos a cabo la politica económica y fiscal.

¿Quién va a pagar la gran deuda pública? Por ahora ponemos todo en el balance del Banco Central Europeo pero en algún momento tendremos que discutir quién va a pagar esto. Hay soluciones que, de hecho, también provienen de la propia historia de Europa. Permítanme recordarles que después de la Segunda Guerra Mundial, en la década de 1950, muchos paises —incluida Alemania— inventaron algunas formas muy innovadoras de reducir la gran deuda pública, incluidos impuestos muy progresivos sobre individuos de muy elevada riqueza.

Alemania en 1952 implementó un impuesto sobre el patrimonio muy ambicioso, excepcional y progresivo, que se aplicó entre 1952 y la década de 1960: los contribuyentes de muy alta riqueza tuvieron que pagar una gran cantidad de dinero al tesoro alemán. Esto fue muy exitoso en el sentido de que esta politica no solo ayudó a reducir la deuda pública, sino que pagó la inversión pública, la infraestructura pública y fue parte del exitoso modelo de crecimiento de la posguerra.

Vamos a tener que encontrar algo similar en el futuro, excepto que ahora no podemos hacerlo solos. No puede ser solo Alemania, Francia o Italia. Tendremos que tener una politica fiscal común.

Europa tiene que mostrar a sus ciudadanos que Europa puede significar solidaridad; Europa puede significar pedir más a esos que tienen más y, en particular, a personas de muy alta riqueza que tienen más de 1 millón o 2 millones de euros en activos. Deberian hacer una contribución excepcional en los próximos años para pagar parte de la deuda del Covid. Algunas propuestas se han puesto sobre la mesa en varios paises, incluso en Alemania, muy similar de hecho a lo que se hizo en Alemania en 1952, cuando fue un gran éxito.

En algún momento, tendremos que sumar esto a nivel transnacional. A través del tipo de asamblea europea que estaba describiendo antes. Podria ser Alemania y Francia, pero seria mejor si fueran Alemania, Francia, Italia, España, Bélgica, tantos paises como sea posible. Tendremos que cambiar el curso de Europa, para convencer a la clase media y los grupos socioeconómicos más bajos de que Europa puede trabajar para ellos y que Europa puede estar aquí para reducir la desigualdad, y no solo actúa en interés de los ciudadanos más ricos.

Continuando con ese punto sobre les clases populares, tienes unos gráficos sociológicos muy llamativos en Capital and Ideology donde muestras cómo la base de apoyo a los partidos de izquierda en Europa, que históricamente estuvo entre las clases populares, ha cambiado dramáticamente en las últimas décadas, de modo que han llegado a representar a las personas con mejor educación e incluso, en cierta medida, a los más acomodados de Europa. Y, en el proceso, dices que lo que se llama política “clasista” en el pasado corre el riesgo de ser sustituida por la política identitaria de los movimientos autóctonos en la Europa de hoy. ¿Cómo se ha producido una transformación tan dramática y crees que se puede corregir?

La mayor parte de la explicación tiene que ver con el hecho de que hemos dejado de discutir la transformación del sistema económico. Hemos dejado de discutir la reducción de la desigualdad entre clases sociales. Desde hace muchas décadas, le hemos estado diciendo al público que solo hay un sistema económico posible y una política económica posible, que los gobiernos realmente no pueden hacer nada para cambiar la distribución del ingreso y la riqueza entre las clases sociales, y que lo único que los gobiernos pueden hacer es controlar sus fronteras, controlar la identidad.

No debería sorprendernos que 20 o 30 años después de la alianza europea toda la conversación política sea sobre el control de fronteras y la identidad. Esto es en gran parte consecuencia del hecho de que hemos dejado de discutir la transformación del sistema económico.

Eso se debe en parte, por supuesto, al gigantesco fracaso histórico del comunismo, que ha contribuido a una desilusión generalizada hacia la idea de cambiar el sistema económico. Tenía 18 años en el momento de la caída del muro de Berlín en 1989 y puedo recordar, en la década de 1990, que era mucho más creyente a favor del mercado de lo que soy hoy, por lo que puedo entender muy bien el sentimiento que vino después de la caída del comunismo.

Pero esto no solo ha ido demasiado lejos. Hemos olvidado que tenemos todos los logros de la socialdemocracia, incluida la fiscalidad progresiva de la renta y la riqueza, incluida la co-determinación en las empresas, incluidos los sistemas de seguridad social. Este gran éxito del siglo XX puede llegar más lejos en el futuro. Un nuevo pensamiento sobre una nueva forma de sistema económico —más equitativo, más sostenible— es la discusión que ahora necesitamos tener.

En el libro, concluye con su versión de una alternativa, que describe como “socialismo participativo”. Implica un impuesto progresivo sobre toda la riqueza, cuyo producto, usted dice, debería destinarse a una dotación de capital a cada persona a la edad de 25 años, así como la extensión de los acuerdos de co-determinación existentes en Alemania y en otros lugares para cambiar el equilibrio del poder corporativo. Estás diciendo que esta sería una forma de trascender el capitalismo sin repetir la pesadilla soviética…¿puedes dar más detalles sobre eso?

El sistema de socialismo participativo que describo al final de Capital and Ideology algunas personas preferirían llamar socialdemocracia para el siglo XXI. No tengo ningún problema con esto pero prefiero hablar de socialismo participativo. En efecto, esta es la continuación de lo que se ha hecho en el siglo XX y lo que tuvo éxito. Esto incluye el acceso igualitario a la educación, la salud, a un sistema de ingresos básicos, que en cierta medida ya está en vigor pero necesita ser más automático; la justicia educativa debe ser más real y menos teórica, como ocurre con demasiada frecuencia.

En cuanto al sistema de propiedad, que siempre ha sido el eje de la discusión sobre el socialismo y el capitalismo, la propuesta que hago se apoya en dos pilares fundamentales: uno es la co-determinación, a través del cambio en el sistema legal y el sistema de gobierno de las empresas, y la otra parte es la tributación progresiva y la circulación permanente de la propiedad.

Con respecto a la co-determinación, permítanme recordarles que en varios países europeos, incluidos Alemania y Suecia, a partir de la década de 1950, hemos tenido un sistema en el que el 50 por ciento de los puestos en las juntas directivas de las grandes empresas son representantes elegidos entre los empleados, los trabajadores, incluso si no tienen una participación en el capital de la empresa, y el otro 50 por ciento de los derechos de voto se destina a los accionistas.

Lo que significa que si los trabajadores y empleados de la empresa tienen una participación en el capital de, digamos, el 10 o el 20 por ciento, o si algún gobierno local o regional, como a veces ocurre en Alemania, tiene una participación de 10 o 20 por ciento en el capital social de la empresa, entonces esto condicionará a la mayoría, incluso si hay un accionista privado que tiene el 70, 80 o 90 por ciento del capital. Así que este sería un cambio bastante importante, en comparación con la regla habitual de una acción, un voto, que se supone que es la definición básica del capitalismo de accionistas. En Francia, Gran Bretaña o Estados Unidos, o en otros países donde este sistema no se extendió, a los accionistas no les gusta esta idea en absoluto.

Pero, al final, tuvo bastante éxito en Alemania y Suecia. No quiero idealizar el sistema, pero hasta cierto punto ha permitido involucrar a los trabajadores en la estrategia a largo plazo de las empresas, de una manera que no es perfecta en Alemania o Suecia, pero es un poco mejor al menos que en Francia, Gran Bretaña y Estados Unidos.

Podemos ir más allá en esta dirección: el primer pilar del socialismo participativo que propongo es decir ‘Está bien, extendamos este sistema de co-determinación a todos los países’, todos los países de Europa para empezar, pero todos los países del mundo, idealmente. Extendámoslo también a las pequeñas empresas y no solo a las grandes empresas donde se aplica en Alemania. En Suecia se aplica a empresas un poco más pequeñas, pero se excluyen las empresas muy pequeñas. Pongamos que lo aplicamos a todas las empresas, sin importar el tamaño, y poco a poco vayamos más allá asumiendo, por ejemplo, que con el 50 por ciento de los votos para los accionistas, un solo accionista no puede tener más del 10 por ciento de los votos en grandes empresas, digamos de más de 100 trabajadores.

La idea general es que necesitamos compartir el poder. Necesitamos más participación de todos. Vivimos en sociedades muy educadas, donde mucha gente —muchos asalariados, ingenieros, gerentes, técnicos— tienen algo que aportar a la toma de decisiones en la empresa.

Cuando estás en una empresa muy pequeña, donde solo hay una persona que puso el pequeño capital para crear la empresa y contrata a una o dos personas, puedes ver dónde están la mayoría de los votos, en el fundador de la empresa. Pero, a medida que la empresa crece cada vez más, se necesita más deliberación y no se puede estar en un sistema en el que un individuo, porque tuvo una buena idea o tuvo mucha suerte a la edad de 30 años, va a concentrar toda la información y el poder de la toma de decisiones a la edad de 50, 70, 90 años, incluso en una gran empresa con miles o decenas de miles de trabajadores.

Entonces ese es el primer pilar del socialismo participativo. Partimos del sistema de co-determinación, tal como se ha aplicado, y tratamos de extenderlo.

El segundo pilar es la fiscalidad progresiva. Nuevamente, partimos de lo que se ha experimentado durante el siglo XX. Algunos países, como Estados Unidos, por ejemplo, fueron bastante lejos en la dirección de la tributación progresiva: la tasa impositiva máxima sobre la renta en la época de Roosevelt era del 91% y, en promedio, entre 1930 y 1980 superó el 80%.

Y, de hecho, tuvo mucho éxito, en el sentido de que el crecimiento de la productividad en este momento era el más alto desde la década de 1980. Entonces, la opinión que se planteó en la época de Reagan —que para obtener más innovación, más crecimiento, se necesita más y más desigualdad— es simplemente incorrecta si se mira la evidencia histórica.

La gran lección de la historia que presento en mi libro es que la prosperidad económica históricamente proviene de la igualdad y, en particular, la igualdad en la educación. Estados Unidos era el país más educado del mundo a mediados del siglo XX, con el 80-90 por ciento de la generación de edad yendo a la escuela secundaria, en un momento en que quizás sólo el 20-30 por ciento lo hacía en Alemania, Francia o Japón. Tener este enorme avance educativo hizo que Estados Unidos también fuese la economía más productiva.

Reagan dividió entre dos las tasas máximas del impuesto sobre la renta y la herencia, pero de hecho la tasa de crecimiento del ingreso nacional per cápita también se dividió entre dos en las tres décadas posteriores a la reforma de Reagan. Por tanto, propongo una tributación progresiva a gran escala, no solo de la renta y la riqueza heredada, sino también de la riqueza misma y anual, para evitar una concentración excesiva de la riqueza en la cima.

Y, de hecho, para tener una herencia mínima para todos, propongo entregar 120.000 euros a los 25 años. Esto todavía está bastante lejos de la igualdad total. En el sistema que propongo, las personas que hoy reciben cero euros, que son básicamente el 50 o incluso el 60 por ciento más pobre de las sociedades, recibirían 120.000 €, y las personas que hoy reciben 1 millón de euros, después de impuestos y todo, recibirían todavía 600.000 euros, que es menos de 1 millón de euros pero mucho más que 120.000 euros.

Así que todavía estamos muy lejos de la igualdad de oportunidades, que es un principio teórico que la gente finge que le gusta pero que, en la práctica, cuando se trata de propuestas concretas, muchas personas ven problemas. Sin embargo, debemos ir en esta dirección. En realidad, esta propuesta es muy moderada, podríamos ir más lejos.

No estoy diciendo que esta plataforma deba aplicarse la próxima semana en todos los países. Esta es una visión general de cómo debería transformarse el sistema económico a largo plazo. El sistema que estoy describiendo, que llamo socialismo participativo, por supuesto es diferente del capitalismo socialdemócrata o del Estado de Bienestar que tenemos hoy. Pero es en gran medida una continuación de la transformación que ya tuvo lugar durante el siglo pasado.

El capitalismo del bienestar o socialdemócrata que tenemos hoy es muy, muy diferente del capitalismo colonial que teníamos en 1900 o 1910, donde los derechos de los propietarios, a nivel mundial, a nivel colonial, pero también a nivel doméstico, eran mucho más fuertes. Podías despedir a un trabajador cuando quisieras, expulsar a un inquilino cuando quisieras. Esto no tiene nada que ver con el sistema que tenemos hoy. Entonces hay un proceso de largo plazo hacia una mayor igualdad, hacia la justicia. Y esto viene con una distribución más equilibrada de los derechos económicos y sociales entre propietarios y no propietarios, con la regulación de la propiedad y la transformación de las relaciones de propiedad.

Esta evolución continuará. Ya ha sido muy potente en el siglo pasado y continuará en el futuro. Esta es una discusión que debemos reabrir, para cambiar la conversación política, que vaya de la actual política de la identidad y el control de fronteras hacia el progreso y la transformación económica y social.