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Manuel Cruz (25 de octubre de 2021)

27 octubre 2021

Entrevista a Manuel Cruz (25 de octubre de 2021)
Manuel Cruz, diputado socialista a las Cortes Generales (2016 -2019), senador por Barcelona y presidente del Senado en la XIII Legislatura (2019), responde a nuestro cuestionario.

– ¿Qué piensa que es lo que define sustancialmente al socialismo democrático? ¿Cuáles cree que son sus valores y propuestas esenciales?

Históricamente el socialismo ha sido la única doctrina política que ha hecho suyos los tres objetivos de la revolución francesa, conciliándolos, aunándolos, sin sacrificar ninguno de ellos en beneficio del otro. No se trata de una contingencia azarosa, ni de una coincidencia sobrevenida, sino que la podemos encontrar diseñada ya desde los mismos textos de sus padres fundadores. Es precisamente el caso del autor que acuñó el término socialismo, el pensador francés Pierre Leroux (según algunos “el Rousseau del siglo XIX”), para quien los tres resultan irrenunciables, como ya dejara escrito en 1847: “Somos socialistas, sin duda […] si se quiere entender por socialista la doctrina que no sacrifica ninguno de los términos de la fórmula Libertad, Fraternidad, Igualdad […] sino que los conciliará a todos”. Pero importa destacar que Leroux no propone una mera yuxtaposición de los mismos, sino que los piensa en términos de una profunda e íntima articulación: ”La política no tiene más que un principio, la igualdad, fuente del derecho; una finalidad, la libertad, es decir, la libertad de cada uno, el perfeccionamiento de cada uno, la manifestación de las facultades de cada uno; por último, un medio para lograr esa finalidad, la fraternidad. Sí, nuestros padres, al proclamar esta fórmula, Libertad, Igualdad, Fraternidad, sobre las ruinas de todos los despotismos proclamaron la verdad”.

Y por si a alguien esta referencia histórica le parece que transcurre en el ámbito de lo meramente doctrinal o le resulta insuficiente, bastará con que preste un poco de atención a las posiciones que en el pasado reciente han ido manteniendo las grandes opciones políticas contemporáneas en relación con esos valores fundacionales de la Revolución Francesa para despejar cualquier duda respecto a la decidida apuesta del socialismo a favor de todos ellos sin excepción. Porque a su derecha no han faltado aquellos a los que se les llenaba la boca hablando de libertad (especialmente la de mercado), pero que silbaban y miraban al techo cuando se les preguntaba por la igualdad. A su izquierda, han sobrado por desgracia los ejemplos de quienes consideraban la pérdida de la libertad como un mal menor para alcanzar la igualdad. ¿Y qué decir de la fraternidad?: muchos socialistas tienen la sensación de haberse quedado solos defendiendo que el federalismo representa la forma política de la fraternidad.

De ser todo esto cierto, se podría afirmar con toda rotundidad que el socialismo constituye la síntesis (la única síntesis, cabría añadir) de las ideas políticas que alumbraron el mundo moderno y, en ese mismo sentido, la perspectiva política que ha hecho suya de manera más consecuente lo que en otro lugar me he atrevido a denominar como la última utopía, esto es, la democracia.

 

– ¿Cómo entiende la relación entre marxismo y socialismo? ¿Qué lectura hace de la historia del socialismo?

El marxismo constituye la gran aportación teórica, en la época moderna, a la tradición emancipatoria. Proporciona la base científica a los ideales de la Revolución Francesa y, en ese sentido, constituye una aportación inexcusable al análisis de las sociedades capitalistas. Aunque limitar a esto la aportación de Marx soslayaría la especificidad de su propuesta, que aparece animada por una doble voluntad, esto es, no solo la de conocer el mundo, sino también la de transformarlo.

A este respecto, convendrá dejar enunciada una advertencia: resulta inexcusable diferenciar su propuesta teórica de la enorme envergadura práctica de lo que se hizo en su nombre, porque ambas cosas no siempre resultaron coincidentes. Estoy pensando en el error histórico, por precipitación, que cometió una cierta izquierda en tantos momentos del pasado. Hasta el punto de que tal vez se le pueda considerar una de sus señas de identidad: a fin de cuentas, fueron sectores de esa misma izquierda los que acuñaron la expresión “la venganza de Marx” para referirse al error que habría cometido la dirección del movimiento obrero en su momento desoyendo tanto las indicaciones marxianas como las del propio Engels, y empeñándose en iniciar la construcción del socialismo no, como se les había dicho, en Inglaterra, el país entonces económicamente más evolucionado de Europa, sino justamente en el más atrasado desde el punto de vista de sus fuerzas productivas, la Rusia zarista. 

Desde este punto de vista, habría que plantearse si el socialismo democrático, al margen de que pueda considerar también como propios otros autores y propuestas que se dieron a lo largo del siglo XIX (con las del antes mencionado Pierre Leroux en lugar muy destacado), lejos de ser ajeno a esta tradición, puede considerarse uno de sus más legítimos herederos.  

 

– ¿Cuál piensa que ha sido y cuál debería ser la vinculación entre pensamiento y praxis en el socialismo?

Las dimensiones práctica y teórica (esta última con doble fondo, político y ético, porque la voluntad de transformar es indisociable de la voluntad de mejorar) no pueden ser pensadas separadamente. Se impone pensar a la vez esos tres aspectos (epistemológico, moral y político). Y habría que añadir que no basta con reivindicar uno de los tres para poder ser considerado, en sentido mínimamente propio, socialista. Quien solo actuara movido por el impulso transformador sin ninguna base científica probablemente se ganaría, por cierto y con todo derecho, las críticas de Engels en su famoso opúsculo Del socialismo utópico al socialismo científico (abundan en estos días los candidatos a recibirlas).

Quien no pusiera el conocimiento científico aportado por Marx y tantos otros autores progresistas al servicio de una transformación de la sociedad con contenido emancipatorio en nada se diferenciaría de aquellos dirigentes alemanes que en el siglo XIX y desde posiciones políticas reaccionarias se interesaron por la obra marxiana precisamente con el propósito de mejor anticipar los movimientos de sus enemigos de clase, el proletariado de aquel momento, o, más cerca de nosotros, de esos eruditos académicos partidarios de la estricta neutralidad del conocimiento.

Y quien, en fin, se limitara a desear el fin de las injusticias y el advenimiento de un mundo mejor se confundiría con todos aquellos que, a lo largo de la historia de la humanidad, han compartido idénticas aspiraciones desde convencimientos de muy diverso tipo (religiosos o metafísicos incluidos).

 

– ¿Cuáles son, a su juicio, los retos de nuestro mundo actual en los que el pensamiento socialista necesita centrar sus esfuerzos de reflexión y/o actualizar sus postulados (desigualdades, medio ambiente, migraciones, digitalización, ciencia, representación social o política, otros)?

De la misma forma que, al debatir sobre la tolerancia, conviene subrayar que la cuestión de las diferencias debe ser analizada desde la perspectiva de la igualdad, de tal manera que solo deberían preocuparnos las diferencias que generan, o son coartadas, para la desigualdad, con idéntico esquema deberíamos abordar la cuestión que se plantea en esta pregunta. Porque, a mi juicio, las desigualdades no son una cuestión más, que se deba abordar con el mismo patrón con el que se aborda la digitalización, el cambio climático o las migraciones, sino que constituyen el eje, el núcleo y el motor del pensamiento socialista. Se me permitirá que, a efectos de desarrollar esta afirmación, regrese a algo que quedó apuntado en mi respuesta a la primera pregunta.

Para empezar a clarificar el asunto de la importancia de la igualdad, habría que dejar de pensar la relación entre los tres términos de la tríada de la Revolución Francesa, como con tanta frecuencia sucede, en términos de mera adición, suma o yuxtaposición, términos que permiten afirmaciones tan insustanciales y socorridas como “la fraternidad es la gran olvidada”, “libertad e igualdad no son contradictorias” y similares, para en su lugar pasar a hacerlo en términos de contrapeso y control mutuo. La lectura ingenua, rousseauniana, buenista, que parecía dar por supuesto que la corrección de las injusticias traería consigo un mundo mejor (como si las injusticias no las protagonizara nadie, como si los protagonistas no constituyeran un contexto al que también hay que atender), habría sido sustituida por el convencimiento de que hay que dotarse de un dispositivo que permita equilibrar y contener unas fuerzas subterráneas que, de otro modo, abocan a un mundo indeseable.

En esta línea iría la afirmación de que la desigualdad también puede conspirar contra la libertad. Si hubiera que ofrecer un ejemplo para ilustrar dicha afirmación tal vez uno de los más claros sería el del presunto conflicto que se da en el ámbito educativo entre el derecho a la educación y el derecho a la elección de centro, conflicto que de forma recurrente se constituye en nuestro país, y también fuera de él, en el caballo de batalla entre la derecha y la izquierda. Es obvio que la solución al conflicto debe contener una respuesta a estas preguntas, rigurosamente ineludibles: ¿y qué pasa con las familias que no están en condiciones de plantearse la elección de centro? ¿Y con las familias que interpretan esa misma libertad como el derecho a elegir un centro que transmita a sus hijos, por poner un supuesto extremo, un ideario sectario, fanático o antidemocrático?

El ejemplo puede cumplir bien la función de señalar en qué medida un deficiente planteamiento de los problemas puede abocar a aparentes callejones sin salida teórico-políticos. En este caso, lo que parecería plantear un conflicto entre igualdad y libertad sería un tratamiento de esta última que piensa mal la cuestión de la libertad. Es evidente que quienes parten de una posición de superioridad o privilegio de cualquier tipo tienden a acogerse al concepto de libertad como no interferencia (que es la interpretación del mismo, dicho sea de paso, que hacía Isabel Díaz Ayuso en su campaña a las elecciones a la Asamblea de Madrid de la pasada primavera) para perpetuarse en dicha posición. Impugnar esto no pasa por cuestionar la idea en cuanto tal de libertad, sino el hecho de que la misma esté restringida a unos pocos. Procede redistribuir dicha libertad, precisamente para que esté al alcance de todos.

La redistribución implica asimismo articularla de manera correcta con la igualdad, lo que entre otras cosas supone proporcionarle una dimensión material. No se trata, por tanto, de una reivindicación abstracta, genérica, y, en esa misma medida, vacía. La libertad se ejerce en y gracias al contexto social. Así, en una sociedad azotada por la pobreza y caracterizada por una flagrante desigualdad de oportunidades, la invocación a la libertad positiva puede resultar siendo en la práctica un mero flatus vocis. La defensa consecuente de determinadas ideas, como ha señalado Judith Shklar, exige determinados compromisos públicos.

Esta perspectiva permite soslayar lo que de otra manera parecía resultar una fuente de conflictos. Tras lo puntualizado, cabe recuperar los interrogantes que hace un momento quedaron abiertos a propósito del presunto conflicto entre derechos en el ámbito educativo sin temor al malentendido: hay que reforzar la igualdad en todos los sentidos (lo que en este caso pasa por reforzar lo público). A estas alturas del cuestionario se me permitirá la tajante formulación: en un mundo esencialmente injusto, estructuralmente desigual, potenciar únicamente la libertad sin restricción ni determinación alguna equivale en la práctica a potenciar la desigualdad.

O, por formularlo a la inversa, pero de modo no menos tajante: si la libertad ha de ser el fundamento de una sociedad en la cual haya sido eliminada toda forma de dominación de unas personas sobre otras, entonces la libertad exige la igualdad. Lo propio cabría afirmar respecto a toda forma de discriminación: una sociedad consecuentemente democrática no puede discriminar a aquellos de sus miembros que no fueron favorecidos por la lotería natural, por decirlo ahora con la terminología de John Rawls. El ideal socialista democrático es el ideal de una sociedad de personas libremente iguales o, lo que es lo mismo, igualmente libres (en definitiva, esa igual libertad a la que ha dedicado un libro Étienne Balibar).

 

– ¿Considera la forma partido el entorno adecuado para mantener, desarrollar y difundir el pensamiento socialista? ¿Es posible o necesario el pensamiento de partido? ¿Y la figura del intelectual orgánico?

Una cosa es lo que podamos pensar que debería ser y otra la que realmente es. Si atendemos a lo que parece estar ocurriendo en el grueso de formaciones políticas con una estructura de partido más clásica no parece que esa forma constituya el entorno más adecuado, sobre todo cuando estamos hablando de desarrollar y difundir pensamiento. Valdría la pena analizar qué cuota de responsabilidad por dicha deriva corresponde a los propios partidos, sometidos a la famosa ley de hierro de la oligarquía teorizada por Robert Michels y cuál a una sociedad, banalizada de manera creciente y con un espacio público convertido en mero espectáculo (del que, desde luego, no se salva la propia política).

En todo caso, también me parece evidente que, si los partidos no quieren perder su razón de ser más profunda (que no es el reclutamiento de cargos y élites), no solo deben seguir siendo capaces de recoger las inquietudes, reclamaciones y, en general, el sentir más profundo de la ciudadanía, sino también de proporcionar horizontes de sentido. Esto significa aportar inteligibilidad sobre unos procesos que a menudo los ciudadanos se limitan a padecer como si de determinaciones naturales se tratara y, a continuación, presentar propuestas globales de transformación de lo existente en la dirección de un modelo de sociedad explicitado con la máxima claridad.

 

Manuel Cruz (Barcelona, 1951).  Filósofo. Catedrático de Filosofía Contemporánea en la Universidad de Barcelona. Director del Departamento de Historia de la Filosofía, Estética y Filosofía de la Cultura (1983-1993). Ha sido profesor visitante en diferentes universidades europeas y norteamericanas e investigador en el Instituto de Filosofia del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC). Presidente de Federalistes d’Esquerres (2013 -2016). Diputado socialista a las Cortes Generales por la circunscripción de Barcelona (2016 -2019). Senador por Barcelona desde 2019 hasta la actualidad siendo presidente del Senado en la XIII Legislatura (2019). Es autor de numerosos artículos académicos y colaboraciones en medios de comunicación y ha dirigido diversas colecciones sobre filosofía como ·Pensamiento Contemporáneo, Biblioteca del Presente, Filosofía Hoy  y Descubrir la Filosofía. Además es autor de más de 35 obras individuales además de muchas otras colectivas entre las que destacan: Narratividad, la nueva síntesis (Ed. Península 1986), Hacerse cargo. Sobre responsabilidad e identidad personal (Ed. Paidós, 1999), La tarea de pensar (Ed. Paidós 2004),  Adiós, historia, adiós (Ed. Nobel 2012 – Premio Jovellanos de Ensayo 2012), Ser sin tiempo. El ocaso de la temporalidad en el mundo contemporáneo (Ed. Herder, 2016) y Democracia. La última utopía (Ed. Espasa 2021).