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“Ética y política. Corruptio optimi pessima”. Ramón Sánchez Ramón.

18 desembre 2023

"Ética y política. Corruptio optimi pessima". Ramón Sánchez Ramón.
Ramón Sánchez Ramón es catedrático de bachillerato. Fue Delegado Insular del Gobierno de España en Menorca (1983-1988), así como Gobernador Civil de Tarragona (1988-1996).

 

Norberto Bobbio, en el capítulo primero de El futuro de la democracia, enumera lo que llama seis promesas incumplidas de la democracia:

  1. “El nacimiento de la sociedad pluralista”: Pese al espíritu de contrato social que está en el origen ilustrado de la democracia, la interposición corporativa rompe las dinámicas de participación personal.
  2. “La reivindicación de los intereses”: Como consecuencia, se rompe el principio de representación global y el Estado tiende a trasladar a la normativa y a la gestión pública intereses particulares.
  3. “Persistencia de las oligarquías”: Rechazan el control democrático aunque mantienen poder sobre el Estado.
  4. “El espacio limitado”: La falta de un ideal de democracia plena que penetre todo el espacio social.
  5. “El poder invisible”: La eliminación de los organismos secretos del Estado; actualmente, el “Big Data” y la recopilación de información.
  6. “El ciudadano no educado”: La necesidad de una ciudadanía educada en los principios y valores de la democracia.

Por contraste, estos seis incumplimientos delimitan valores fundamentales que estuvieron en el ideal democrático desde su nacimiento, abren la posibilidad de repasar qué podemos esperar  del sistema democrático y nos permiten aportar alguna aclaración sobre lo que es la corrupción propiamente política.


Estado moderno, nacionalismo y experiencia histórica.

El Estado que dibujó Maquiavelo no era todavía una democracia. Era el nacimiento del Estado moderno en el sentido de que sustituye las relaciones de fidelidad personal entre familias, el vasallaje feudal, por la concepción del Estado como una institución que unifica el cuerpo social en torno al soberano y crea una administración centralizada y un ejercito regular. La acción del Estado deja de estar tutelada por la Iglesia, que en la Edad Media tenía el poder divino de sancionar la legitimidad independientemente del reconocimiento y la confianza de los súbditos. Maquiavelo, sin embargo, pone la legitimidad del príncipe en la estabilidad política y la paz social, a cuyo finalidad se ordenan todos los medios sin restricciones morales.

Es el Estado moderno y los intereses de la naciente burguesía quienes crean la conciencia nacional. La Cataluña del conde Borrell II no designaba lo mismo que designa hoy, no sólo materialmente – su economía, su sociedad o su territorio – , sino porque la palabra “nación” esconde significados totalmente distintos. En el feudalismo, el feudo o el reino son patrimonio personal y familiar del noble. Por eso hace con ello lo que quiere. El mismo Borrell II dividió su herencia entre sus hijos y así lo hicieron sucesivamente los nobles y reyes catalanes, aragoneses o castellanos: adquirían nuevos territorios por la fuerza y luego repartían sus dominios como querían. Nada que ver con una supuesta esencia catalana que perdura a través de los siglos, protagoniza la historia y nos da una identidad, un modo de ser, incluso genéticamente distinto y permanente a lo largo de los siglos.

En 1789, la nación, Francia, pasa a ser el conjunto de personas que viven bajo un mismo territorio acotado, bajo la misma ley y bajo los valores republicanos: igualdad, libertad, fraternidad. El Estado es una institución que encarna esos valores y permanece el mismo pese a la alternancia de las personas en el poder. La legitimidad está en un pacto de representación global, en un ideal que debe penetrar toda la vida social. Y el poder del Estado tiene unos límites morales en la dignidad de los seres humanos, recogidos en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. Fue el romanticismo, y especialmente el romanticismo alemán de comienzos del XIX, el que creó el concepto esencialista de nación como protagonista de una historia que camina necesariamente hacia la libertad. Más de dos siglos después sabemos que condujo a los nacionalismos autoritarios y violentos del s.XX.


La democracia contemporánea: instituciones y valores.

El Estado democrático contemporáneo no es sólo las instituciones, sino el proyecto social que sustentan. Las instituciones tienen un valor instrumental y son un ejercicio de realismo: desconfían del poder, lo dividen, le ponen límites, lo sujetan al examen periódico y los votos de todos y cada uno de los ciudadanos, etc. Pero sin una voluntad real de mantener los valores de igualdad, libertad y fraternidad pueden usarse modos aparentemente democráticos para poner el poder al servicio de otros valores. Es lo que hoy vemos y llamamos democracias iliberales. Y es lo que Bobbio denuncia cuando, por ejemplo, habla del corporativismo, de las oligarquías o de los poderes ocultos.

Por tanto, y esto es a lo que quería llegar y me parece sumamente importante reconocer, la democracia es unas instituciones y unos principios organizativos, pero a su lado, inexcusablemente, debe de haber una cultura democrática, un conjunto de valores y una práctica política sujeta deliberadamente a esos valores, que le dan contenido. La formalidad de unas instituciones más el contenido material de unos valores: las dos cosas son necesarias. Esos contenidos son los que objetivan la acción política.

Por eso habla Bobbio de una “representación global” y un “espíritu de contrato”, de un ideal de democracia que penetre toda la vida social y, además, de la necesidad de una educación para la ciudadanía. Una acción política así ejercida es claramente contraria a las mediaciones corporativas entre la soberanía popular y las instiutuciones, contraria a los poderes ocultos de las oligarquías y contraria a la falta de transparencia en el uso del poder.

Esta cultura democrática es la que está faltando en tantas democracias contemporáneas y también en España. La democracia no es el insulto, no es la mentira ni la defensa de cualquier cosa mientras sirva para humillar y apartar del poder a quien no piensa como nosotros. En democracia no hay enemigos, sino adversarios políticos. Y nuestros adversarios tampoco son por definición enemigos del sistema, ni de la patria, ni de la democracia. Es igual que se diga que nos portamos así al servicio del pueblo verdadero, en contra de las élites, etc. Es igual que el proyecto político declarado sea el neoliberal o el del comunismo. Esa práctica política no es democrática, y mucho menos progresista, si por progresismo entendemos principalmente un proyecto de igualdad, libertad y fraternidad para el conjunto de los seres humanos. Hablar de democracia iliberal es una contradictio in terminis.

 No podemos confiar en quienes rompen la noción de pacto social y no siembran sino la desconfianza hacia las instituciones, la falta de diálogo, de complicidad y de sentido del bien colectivo. Traicionan uno de los valores básicos de la tríada republicana: la fraternidad, hoy diríamos la solidaridad, cuya base está en la naturaleza social del ser humano. Y traicionar uno es traicionar a los tres, porque cobran su sentido preciso cuando los relacionamos entre sí.

Esos tres valores en conjunto despliegan la sociabilidad humana. La libertad no puede ir en contra de la igualdad, porque vivimos constitutivamente en sociedad, y esta, la igualdad, es inseparable del respeto a la libertad de los demás y el deseo de su bien.   La libertad a secas es una pura abstracción, una pura afirmación de la voluntad; la igualdad carece de contenido si no partimos del reconocimiento de la desigualdad por nacimiento, desde las cualidades físicas a la disposición de medios materiales; la fraternidad concebida como efusión emocional hacia el otro, no es sino caridad puntual, sin consecuencias reales.


Antropología de la democracia: la naturaleza que nos ha hecho y nos constituye.

Por eso la necesidad real y absoluta de una política positiva de educación en esos valores. Están como posibilidad en nuestra naturaleza, hija de la azarosa evolución natural, pero ni están en todos por igual en la diversidad humana, ni están solos, sino acompañados de otras cualidades que han sido igualmente útiles en la filogénesis de la especie pero pueden ser contradictorias con esos valores. No somos el producto de un diseño y mucho menos de una intención moral.

La conciencia de nosotros mismos entra a menudo en contradicción con otros rasgos humanos y nos vivimos como conflicto. Frente a esa afirmación de la sociabilidad solidaria es también cierto que el miedo y la inseguridad nos llevan a menudo a poner en primer término nuestros intereses inmediatos. Y es también cierto que el egoísmo de los deseos, la codicia, la lujuria, la vanidad o el deseo de poder nos inducen a ver en los demás medios instrumentales o enemigos a dominar, antes que iguales con los que entrar en colaboración. Eso ha sido eficaz en la supervivencia de la especie y ha quedado en nosotros. Nuestro origen natural nos dice con toda rotundidad que no somos solo una cosa, ni tenemos un sentido último ético. La moralidad no está en el mundo ni es una propiedad de las cosas, sino que está en nosotros como un modo de la experiencia, el deber y el deseo de una vida buena. La antropología pesimista de Maquiavelo no es falsa, sino insuficiente.

Por último, la capacidad también natural de conocimiento de la naturaleza y la posibilidad de modificarla para obtener beneficios, aplicada bajo el único criterio de la eficacia inmediata sujeta a nuestros deseos, al negocio y beneficio material, está encontrando límites en la propia naturaleza. Esa actitud suicida afectará a todos y sabemos bien que la especie cuelga del entorno, un día no existió y algún día desaparecerá junto con el Sol y el planeta. El universo seguirá existiendo, no será ni mejor ni peor, no cobra sentido por nuestra existencia. Pero no hay por qué tener prisa.


La educación para la ciudadanía.

Por tanto la capacidad educadora en los valores comunitarios, en la sociabilidad, la colaboración y el diálogo es absolutamente necesaria para minimizar el efecto negativo de sus contrarios en nuestra conducta. Esa capacidad educativa desborda la enseñanza reglada. Los valores no son una materia académica, sino unas pautas de conducta con uno mismo y con los demás, que se incorporan, al modo de una segunda naturaleza, por la práctica y el ejemplo de aquellos que tenemos como referentes. Como animales sociales por naturaleza, crecemos en relación con personas que nos importan y cuya conducta los constituye como modelos deseables y fuente de aprobación y amor deseado. El deseo de aprobación social, el deseo de ser queridos y la empatía con esos mismos deseos percibidos en los demás son la fuente de nuestra conducta social.

Toda la sociedad es educadora en ese sentido. La familia, por supuesto, pero también todo el conjunto de nuestro entorno de socialización. Y la escuela lo es no tanto en cuanto se nos expliquen en clase esos valores, sino en la medida en que la convivencia socializadora con otros niños y niñas en una estructura institucionalizada, donde además hay adultos, nos los ejemplifique, se muestren en su realidad funcional y se perciban como condición de posibilidad para una convivencia colectiva compensadora emocionalmente y eficaz en las condiciones materiales que ofrezca.


El político como educador.

Especialmente hay que señalar que en la cúspide de los referentes sociales y por tanto de los agentes de educación en valores, están los políticos. Antes, todavía hoy en según qué países o contextos, estaban los sacerdotes y ese era su papel principal, mejor o peor cumplido. Pero en el Estado moderno, especialmente en democracia, los políticos encarnan la confianza en las instituciones y están presentes en el día a día; a través de su presencia institucional y en los media, son elementos educadores de primer orden, referentes que legitiman actitudes, opiniones y comportamientos públicos.

Es imposible educar socialmente en virtudes como el diálogo, el compromiso con la sociedad, la aceptación del contrato social, la igualdad, y la libertad respetuosa con los derechos de los demás si los que los encarnan insultan, descalifican, son incapaces de llegar a acuerdos, ponen continuamente en duda la legitimidad de los demás y pueden usar la falsedad como si fuera la verdad que le convenga. No hay verdades alternativas. No se trata solo de la corrupción material de los individuos, sino de la corrupción de los valores comunes y por tanto el ataque a la legitimidad del sistema.


Corruptio optimi pessima.

Joan M. del Pozo, en Ètica i Política, utiliza un proverbio latino: “corruptio optimi pessima”, es decir, la corrupción de lo mejor es la peor. Y esta es la peor de las corrupciones políticas: corromper el acuerdo social de convivencia, el respeto al adversario y la confianza en las instituciones. La corrupción de un político por dinero es un delito penal y atañe en principio a los autores; además, al hacerse pública, es política porque ataca a lo mejor, a la misma posibilidad de vivir en sociedad y democracia. Mientras que incorporar como instrumento político el ataque sistemático al pacto de convivencia no es un delito penal, pero es absolutamente pésima, la peor de las corrupciones políticas. Y esto es lo que vemos que ocurre continuamente en las democracias contemporáneas.

Si hay algo que aleja a la ética de la política es el uso amoral de cualquier medio para obtener el poder. Pudo tener un sentido en el nacimiento del Estado moderno en el contexto de la Italia del XV-XVI, pero es un ataque contra la democracia a partir de 1789 y mucho más cuando llevamos ya dos siglos de experiencia de democracia y hemos pagado precios tan excesivos como la historia del s.XX. Las carencias de democracia en el mundo globalizado son el desafío al camino hacia lo mejor; la involución democrática hacia modelos formales carentes de contenido en valores, el camino hacia lo peor.

La cuestión está en que la muerte de Dios nos ha dejado huérfanos de referentes, nadie marca desde fuera y desde la omnisciencia qué es lo mejor. Unas décadas de neoliberalismo, han dejado como modelo una moral nihilista que ve en la desgracia de los demás una ocasión de negocio o que confunde la libertad con tener un coche o comprar un perfuma caro, una moralidad narcisista y egoísta. Está en nuestras manos decidir cada día al despertar qué mundo queremos. Y si elegimos mal, ningún Dios providente vendrá ni a condenarnos ni a salvarnos, no habrá ni diluvio universal ni mesías redentor.

 

Referencias:
N. Bobbio: El futuro de la democracia, Barcelona: Plaza&Janes, 1985.

Joan M. del Pozo: Ètica i política en Papers de la Fundació Campalans, n. 64, Novembre, 1994.